miércoles, 22 de abril de 2020

Crimen y Castigo

Capítulo 5
Era un caballero de cierta edad, movimientos
pausados y fisonomía reservada y severa. Se detuvo en el umbral y
paseó a su alrededor una mirada de sorpresa que no trataba de
disimular y que resultaba un tanto descortés. «¿Dónde me he
metido?», parecía preguntarse. Observaba la habitación, estrecha y
baja de techo
como un camarote, con un gesto de desconfianza y
una especie de afectado terror. Su mirada conservó su expresión de
asombro al fijarse en Raskolnikof, que seguía echado en el mísero
diván, vestido con ropas no menos miserables, y que le miraba
como los demás.
Después el visitante observó atentamente la barba
inculta, los cabellos enmarañados y toda la desaliñada figura de
Rasumikhine, que, a su vez y sin moverse
de su sitio, le miraba con una curiosidad
impertinente. Durante más de un minuto reinó en la estancia un
penoso silencio, pero al fin,
como es lógico, la cosa cambió. Comprendiendo sin
duda —pues ello saltaba a la vista— que su arrogancia no imponía a
nadie en aquella especie de camarote de trasatlántico, el caballero
se dignó
humanizarse un poco y se dirigió a Zosimof
cortésmente pero con cierta rigidez. —Busco a Rodion Romanovitch
Raskolnikof, estudiante o ex estudiante —dijo,
articulando las palabras sílaba a sílaba. Zosimof
inició un lento ademán, sin duda para responder, pero
Rasumikhine,
aunque la pregunta no iba dirigida a él, se
anticipó. —Ahí lo tiene usted, en el diván —dijo—. ¿Y usted qué
desea? La naturalidad con que estas palabras fueron pronunciadas
pareció ablandar al presuntuoso caballero, que incluso se volvió
hacia Rasumikhine. Pero en seguida se
contuvo y, con un rápido movimiento, fijó de nuevo
la mirada en Zosimof. —Ahí tiene usted a Raskolnikof —repuso el
doctor, indicando al enfermo con un movimiento de cabeza. Después
lanzó un gran bostezo y, seguidamente y con gran lentitud, sacó del
bolsillo de su chaleco un enorme reloj de oro, que consultó y
volvió
a guardarse, con la misma calma. Raskolnikof, que
en aquel momento estaba echado boca arriba, no quitaba ojo al
recién llegado y seguía encerrado en su silencio. Ahora se veía su
semblante, pues ya no contemplaba la florecilla del empapelado.
Estaba pálido y en su expresión se leía un extraordinario
sufrimiento. Era como si el enfermo acabara de salir de una
operación o de experimentar terribles torturas… Sin embargo, el
visitante desconocido le inspiraba un interés creciente, que
primero fue sorpresa, en seguida
desconfianza y finalmente temor. Cuando Zosimof
dijo: «Ahí tiene usted a Raskolnikof, éste se levantó con un
movimiento tan repentino, que tuvo algo de salto, y manifestó, con
voz débil y ​entrecortada pero agresiva:
—Si, yo soy Raskolnikof. ¿Qué desea usted?
El visitante le observó atentamente y repuso, en un
tono lleno de dignidad: —Soy Piotr Petrovitch Lujine. Tengo motivos
para creer que mi nombre no le
será enteramente desconocido. Pero Raskolnikof, que
esperaba otra cosa, se limitó a mirar a su interlocutor con gesto
pensativo y estúpido, sin contestarle y como si aquélla fuera la
primera vez que
oía semejante nombre. —¿Es posible que todavía no
le hayan hablado de mí? —exclamó Piotr
Petrovitch, un tanto desconcertado. Por toda
respuesta, Raskolnikof se dejó caer poco a poco sobre la almohada.
Enlazó sus manos debajo de la nuca y fijó su mirada en el techo.
Lujine dio ciertas muestras de inquietud. Zosimof y Rasumikhine le
observaban con una curiosidad
creciente que acabó de desconcertarle. —Yo creía… ,
yo suponía… —balbuceó— que una carta que se cursó hace diez
días, tal vez quince… —Pero oiga, ¿por qué se queda
en la puerta? —le interrumpió Rasumikhine—. Si tiene usted algo que
decir, entre y siéntese. Nastasia y usted no caben en el umbral.
Nastasiuchka, apártate y deja pasar al señor. Entre; aquí tiene una
silla; pase por aquí. Echó atrás su silla de modo que entre sus
rodillas y la mesa quedó un estrecho pasillo, y, en una postura
bastante incómoda, esperó a que pasara el visitante. Lujine
comprendió que no podía rehusar y llegó, no sin dificultad, al
asiento que se le
ofrecía. Cuando estuvo sentado, fijó en Rasumikhine
una mirada llena de inquietud. —No esté usted violento —dijo éste
levantando la voz—. Hace cinco días que Rodia está enfermo. Durante
tres ha estado delirando. Hoy ha recobrado el conocimiento y ha
comido con apetito. Aquí tiene usted a su médico, que lo acaba de
reconocer. Yo soy un camarada suyo, un ex estudiante como él, y
ahora hago el papel de enfermero. Por lo tanto, no haga caso de
nosotros: siga usted conversando con él
como si no estuviéramos. —Muy agradecido, pero ¿no
le parece a usted —se dirigía a Zosimof— que mi
conversación y mi presencia pueden fatigar al
enfermo? —No —repuso Zosimof—. Por el contrario, su charla le
distraerá.
Y volvió a lanzar un bostezo. —¡Oh! Hace ya
bastante tiempo que ha vuelto en sí: esta mañana —dijo Rasumikhine,
cuya familiaridad respiraba tanta franqueza y simpatía, que Piotr
Petrovitch empezó a sentirse menos cohibido. Además, hay que tener
presente que el impertinente y desharrapado joven se había
presentado como estudiante.
—Su madre… —comenzó a decir Lujine. Rasumikhine
lanzó un ruidoso gruñido. Lujine le miró con gesto
interrogante.
​—No, no es nada. Continúe.
—Su madre empezó a escribirle antes de que yo me
pusiera en camino. Ya en Petersburgo, he retrasado adrede unos
cuantos días mi visita para asegurarme de que
usted estaría al corriente de todo. Y ahora veo,
con la natural sorpresa… —Ya estoy enterado, ya estoy enterado
—replicó de súbito Raskolnikof, cuyo semblante expresaba viva
irritación—. Es usted el novio, ¿verdad? Bien, pues ya ve
que lo sé. Piotr Petrovitch se sintió profundamente
herido por la aspereza de Raskolnikof, pero no lo dejó entrever. Se
preguntaba a qué obedecía aquella actitud. Hubo una pausa que duró
no menos de un minuto. Raskolnikof, que para contestarle se había
vuelto ligeramente hacia él, empezó de súbito a examinarlo
fijamente, con cierta curiosidad, como si no hubiese tenido todavía
tiempo de verle o como si de pronto hubiese descubierto en él algo
que le llamara la atención. Incluso se incorporó en el
diván para poder observarlo mejor. Sin duda, el
aspecto de Piotr Petrovitch tenía un algo que justificaba el
calificativo de novio que acababa de aplicársele tan gentilmente.
Desde luego, se veía claramente, e incluso demasiado, que Piotr
Petrovitch había aprovechado los días que llevaba en la capital
para embellecerse, en previsión de la llegada de su novia, cosa tan
inocente como natural. La satisfacción, acaso algo excesiva, que
experimentaba ante su feliz transformación podía perdonársele en
atención a las circunstancias. El traje del señor Lujine acababa de
salir de la sastrería. Su elegancia era perfecta, y sólo en un
punto permitía la crítica: el de ser demasiado nuevo. Todo en su
indumentaria se ajustaba al plan establecido, desde el elegante y
flamante sombrero, al que él prodigaba toda suerte de cuidados y
tenía entre sus manos con mil precauciones, hasta los maravillosos
guantes de color lila, que no llevaba puestos, sino que se
contentaba con tenerlos en la mano. En su vestimenta predominaban
los tonos suaves y claros. Llevaba una ligera y coquetona americana
habanera, pantalones claros, un chaleco del mismo color, una fina
camisa recién salida de la tienda y una encantadora y pequeña
corbata de batista con listas de color de rosa. Lo más asombroso
era que esta elegancia le sentaba perfectamente. Su fisonomía,
fresca e incluso hermosa, no representaba los cuarenta y cinco años
que ya habían pasado por ella. La encuadraban dos negras patillas
que se extendían elegantemente a ambos lados del mentón, rasurado
cuidadosamente y de una blancura deslumbrante. Su cabello se
mantenía casi enteramente libre de canas, y un hábil peluquero
había conseguido rizarlo sin darle, como suele ocurrir en estos
casos, el ridículo aspecto de una cabeza de marido alemán. Lo que
pudiera haber de desagradable y antipático en aquella fisonomía
grave y hermosa no estaba en el exterior. Después
de haber examinado a Lujine con impertinencia, Raskolnikof sonrió
amargamente, dejó caer la cabeza sobre la almohada y continuó
contemplando el ​techo.
Pero el señor Lujine parecía haber decidido tener
paciencia y fingía no advertir
las rarezas de Raskolnikof. —Lamento profundamente
encontrarle en este estado —dijo para reanudar la conversación—. Si
lo hubiese sabido, habría venido antes a verle. Pero usted no puede
imaginarse las cosas que tengo que hacer. Además, he de intervenir
en un debate importante del Senado. Y no hablemos de esas
ocupaciones cuya índole puede usted deducir: espero a su familia,
es decir, a su madre y a su hermana, de un
momento a otro. Raskolnikof hizo un movimiento y
pareció que iba a decir algo. Su semblante dejó entrever cierta
agitación. Piotr Petrovitch se detuvo y esperó un momento,
pero,
viendo que Raskolnikof no desplegaba los labios,
continuó: —Sí, las espero de un momento a otro. Ya les he
encontrado un alojamiento
provisional. —¿Dónde? —preguntó Raskolnikof con voz
débil.
—Cerca de aquí, en el edificio Bakaleev. —Eso está
en el bulevar Vosnesensky —interrumpió Rasumikhine—. El comerciante
Iuchine alquila dos pisos amueblados. Yo he ido a verlos.
—Sí, son departamentos amueblados… —Aquello es un
verdadero infierno, sucio, pestilente y, además, un lugar nada
recomendable. Allí han ocurrido las cosas más viles. Sólo el diablo
sabe qué vecindario es aquél. Yo mismo fui allí atraído por un
asunto escandaloso. Por lo
demás, los departamentos se alquilan a buen precio.
—Como es natural, yo no pude procurarme todos esos informes, pues
acababa de llegar a Petersburgo —dijo Piotr Petrovitch, un tanto
molesto—; pero, sea como fuere, las dos habitaciones que he
alquilado son muy limpias. Además, hay que tener en cuenta que todo
esto es provisional… Yo tengo ya contratado nuestro definitivo… ,
mejor dicho, nuestro futuro hogar —añadió volviéndose hacia
Raskolnikof—. Sólo falta arreglarlo, y ya lo estoy haciendo. Yo
mismo tengo ahora una habitación amueblada bastante reducida. Está
a dos pasos de aquí, en casa de la señora de Lipevechsel. Vivo con
un joven que es amigo mío: Andrés Simonovitch Lebeziatnikof. Él es
precisamente el que me ha indicado la casa Bakaleev.
—¿Lebeziatnikof? —preguntó Raskolnikof, pensativo, como si este
nombre le
hubiese recordado algo. —Sí, Andrés Simonovitch
Lebeziatnikof. Está empleado en un ministerio. ¿Le
conoce usted? —No… , no —repuso Raskolnikof.
—Perdone, pero su exclamación me ha hecho suponer
que lo conocía. Fui tutor suyo hace ya tiempo. Es un joven
simpatiquísimo, que está al corriente de todas las ​ideas. A mí me gusta
tratar con gente joven. Así se entera uno de las novedades que
corren por el mundo. Piotr Petrovitch miró a sus
oyentes con la esperanza de percibir en sus semblantes
un signo de aprobación. —¿A qué clase de novedades
se refiere? —preguntó Rasumikhine. —A las de tipo más serio, es
decir, más fundamental —repuso Piotr Petrovitch, al que el tema
parecía encantar—. Hacía ya diez años que no habia venido a
Petersburgo. Todas las reformas sociales, todas las nuevas ideas
han llegado a provincias, pero para darse exacta cuenta de estas
cosas, para verlo todo, hay que estar en Petersburgo. Yo creo que
el mejor modo de informarse de estas cuestiones es observar a las
generaciones jóvenes… Y créame que estoy encantado.
—¿De qué? —Es algo muy complejo. Puedo equivocarme,
pero creo haber observado una visión más clara, un espíritu más
critico, por decirlo así, una actividad más razonada.
—Es verdad —dijo Zosimof entre dientes. —No digas
tonterías —replicó Rasumikhine—. El sentido de los negocios no nos
llueve del cielo, sino que sólo lo podemos adquirir mediante un
difícil aprendizaje. Y nosotros hace ya doscientos años que hemos
perdido el hábito de la actividad… De las ideas —continuó,
dirigiéndose a Piotr Petrovitch— puede decirse que flotan aquí y
allá. Tenemos cierto amor al bien, aunque este amor sea,
confesémoslo, un tanto infantil. También existe la honradez, aunque
desde hace algún tiempo estemos
plagados de bandidos. Pero actividad, ninguna en
absoluto. —No estoy de acuerdo con usted —dijo Lujine, visiblemente
encantado—. Cierto que algunos se entusiasman y cometen errores,
pero debemos ser indulgentes con ellos. Esos arrebatos y esas
faltas demuestran el ardor con que se lanzan al empeño, y también
las dificultades, puramente materiales, verdad es, con que
tropiezan. Los resultados son modestos, pero no debemos olvidar que
los esfuerzos han empezado hace poco. Y no hablemos de los medios
que han podido utilizar. A mi juicio, no obstante, se han obtenido
ya ciertos resultados. Se han difundido ideas nuevas que son
excelentes; obras desconocidas aún, pero de gran utilidad,
sustituyen a las antiguas producciones de tipo romántico y
sentimental. La literatura cobra un carácter de madurez. Prejuicios
verdaderamente perjudiciales han caído en el ridículo, han muerto…
En una palabra, hemos roto definitivamente con el pasado, y esto, a
mi
juicio, constituye un éxito. —Ha dado suelta a la
lengua sólo para lucirse —gruñó inesperadamente
Raskolnikof. —¿Cómo? —preguntó Lujine, que no había
entendido.
Pero Raskolnikof no le contestó. —Todo eso es
exacto —se apresuró a decir Zosimof.
​—¿Verdad? —exclamó Piotr Petrovitch dirigiendo al
doctor una mirada amable. Después se volvió hacia Rasumikhine con
un gesto de triunfo y superioridad (sólo faltaba que le llamase
«joven») y le dijo—: Convenga usted que todo se ha perfeccionado,
o, si se prefiere llamarlo así, que todo ha progresado, por lo
menos en los terrenos de las ciencias y la economía.
—Eso es un lugar común. —No, no es un lugar común.
Le voy a poner un ejemplo. Hasta ahora se nos ha dicho: «Ama a tu
prójimo.» Pues bien, si pongo este precepto en práctica, ¿qué
resultará? —Piotr Petrovitch hablaba precipitadamente—. Pues
resultará que dividiré mi capa en dos mitades, daré una mitad a mi
prójimo y los dos nos quedaremos medio desnudos. Un proverbio ruso
dice que el que persigue varias liebres a la vez no caza ninguna.
La ciencia me ordena amar a mi propia persona más que a nada en el
mundo, ya que aquí abajo todo descansa en el interés personal. Si
te amas a ti mismo, harás buenos negocios y conservarás tu capa
entera. La economía política añade que cuanto más se elevan las
fortunas privadas en una sociedad o, dicho en otros términos, más
capas enteras se ven, más sólida es su base y mejor su
organización. Por lo tanto, trabajando para mí solo, trabajo, en
realidad, para todo el mundo, pues contribuyo a que mi prójimo
reciba algo más que la mitad de mi capa, y no por un acto de
generosidad individual y privada, sino a consecuencia del progreso
general. La idea no puede ser más sencilla. No creo que haga falta
mucha inteligencia para comprenderla. Sin embargo, ha necesitado
mucho tiempo para abrirse camino entre
los sueños y las quimeras que la ahogaban.
—Perdóneme —le interrumpió Rasumikhine—. Yo pertenezco a la
categoría de los imbéciles. Dejemos ese asunto. Mi intención al
dirigirle la palabra no era despertar su locuacidad. Tengo los
oídos tan llenos de toda esa palabrería que no ceso de escuchar
desde hace tres años, de todas esas trivialidades, de todos esos
lugares comunes, que me sonroja no sólo hablar de ello, sino
también que se hable delante de mi. Usted se ha apresurado a
alardear ante nosotros de sus teorías, y no se lo censuro. Yo sólo
deseaba saber quién es usted, pues en estos últimos tiempos se han
introducido en los negocios públicos tantos intrigantes, y esos
desaprensivos han ensuciado de tal modo cuanto ha pasado por sus
manos, que han formado a su
alrededor un verdadero lodazal. Y no hablemos más
de este asunto. —Caballero —exclamó Lujine, herido en lo más vivo y
adoptando una actitud
llena de dignidad—, ¿quiere usted decir con eso que
también yo… ? —¡De ningún modo! ¿Cómo podría yo permitirme… ? En
fin, basta ya… Y después de cortar así el diálogo, Rasumikhine se
apresuró a reanudar con
Zosimof la conversación que había interrumpido la
entrada de Piotr Petrovitch. Éste tuvo el buen sentido de aceptar
la explicación del estudiante, y adoptó la firme resolución de
marcharse al cabo de dos minutos.
​—Ya hemos trabado conocimiento —dijo a
Raskolnikof—. Espero que, una vez esté curado, nuestras relaciones
serán más íntimas, debido a las circunstancias que ya
conoce usted. Le deseo un rápido restablecimiento.
Raskolnikof ni siquiera dio muestras de haberle oído, y Piotr
Petrovitch se puso
en pie. —Seguramente —dijo Zosimof a Rasumikhine—,
el asesino es uno de sus
deudores.
—Seguramente —repitió Rasumikhine—. Porfirio no
revela a nadie sus pensamientos pero sólo interroga a los que
tenían algo empeñado en casa de la vieja. —¿Los interroga? —exclamó
Raskolnikof.
—Sí, ¿por qué?
—No, por nada.
—Pero ¿cómo sabe quiénes son? —preguntó Zosimof.
—Koch ha indicado algunos. Los nombres de otros figuraban en los
papeles que envolvían los objetos, y otros, en fin, se han
presentado espontáneamente al enterarse
de lo ocurrido. —El culpable debe de ser un
profesional de gran experiencia. ¡Qué resolución,
qué audacia! —Pues no —replicó Rasumikhine—. En
eso, tú y todo el mundo estáis equivocados. Yo estoy seguro de que
es un inexperto, de que éste es su primer crimen. Si nos imaginamos
un plan bien urdido y un criminal experimentado, nada tiene
explicación. Para que la tenga, hay que suponer que es un
principiante y admitir que sólo la suerte le ha permitido escapar.
¿Qué no podrá hacer el azar? Es muy posible que no previera ningún
obstáculo. ¿Y cómo lleva a cabo el robo? Busca en la caja donde la
vieja guardaba sus trapos, coge unos cuantos objetos que no valen
más de treinta rublos y se llena con ellos los bolsillos. Sin
embargo, en el cajón superior de la cómoda se ha encontrado una
caja que contenía más de mil quinientos rublos en metálico y cierta
cantidad de billetes. Ni siquiera supo robar. Lo único que supo
hacer fue matar. ¡Lo dicho: un principiante! Perdió la cabeza, y si
no lo han descubierto no
lo debe a su destreza, sino al azar. —¿Hablan
ustedes del asesinato de esa vieja prestamista? —intervino Lujine,
dirigiéndose a Zosimof. Con el sombrero en las manos se disponía a
despedirse, pero deseaba decir todavía algunas cosas profundas.
Quería dejar buen recuerdo en aquellos jóvenes. La vanidad podía en
él más que la razón.
—Sí. ¿Ha oído usted hablar de ese crimen? —¿Cómo
no? Ha ocurrido en las cercanías de la casa donde me hospedo.
—¿Conoce usted los detalles? —Los detalles, no,
pero este asunto me interesa por la cuestión general que plantea.
Dejemos a un lado el aumento incesante de la criminalidad durante
los ​últimos cinco años en las clases bajas. No
hablemos tampoco de la sucesión ininterrumpida de incendios
provocados y actos de pillaje. Lo que me asombra es que la
criminalidad crezca de modo parecido en las clases superiores. Un
día nos enteramos de que un ex estudiante ha asaltado el coche de
correos en la carretera. Otro, que hombres cuya posición los sitúa
en las altas esferas fabrican moneda falsa. En Moscú se descubre
una banda de falsificadores de billetes de la lotería, uno de cuyos
jefes era un profesor de historia universal. Además, se da muerte a
un secretario de embajada por una oscura cuestión de dinero… Si la
vieja usurera ha sido asesinada por un hombre de la clase media
(los mujiks no tienen el hábito de empeñar joyas), ¿cómo explicar
este relajamiento moral en la clase más culta de
nuestra ciudad? —Los fenómenos económicos han
producido transformaciones que… —comenzó
a decir Zosimof. —¿Cómo explicarlo? —le interrumpió
Rasumikhine—. Pues precisamente por esa falta de actividad
razonada.
—¿Qué quiere usted decir?
—¿Qué respondió ese profesor de historia universal
cuando le interrogaron? «Cada cual se enriquece a su modo. Yo
también he querido enriquecerme Lo más rápidamente posible.» No
recuerdo las palabras que empleó, pero sé que quiso decir «ganar
dinero rápidamente y sin esfuerzo». El hombre se acostumbra a vivir
sin esfuerzo, a andar por el camino llano, a que le pongan la
comida en la boca. Hoy cada uno se muestra como realmente es.
—Pero la moral, las leyes… —¿Qué le sorprende?
—preguntó repentinamente Raskolnikof—. Todo esto es la aplicación
de sus teorías.
—¿De mis teorías? —Sí, la conclusión lógica de los
principios que acaba usted de exponer es que se
puede incluso asesinar. —Un momento, un momento…
—exclamó Lujine.
—No estoy de acuerdo —dijo Zosimof. Raskolnikof
estaba pálido y respiraba con dificultad. Su labio superior
temblaba
convulsivamente. —Todo tiene su medida —dijo Lujine
con arrogancia—. Una idea económica no
ha sido nunca una incitación al crimen, y
suponiendo… —¿Acaso no es cierto —le interrumpió Raskolnikof con
voz trémula de cólera, pero llena a la vez de un júbilo hostil— que
usted dijo a su novia, en el momento en que acababa de aceptar su
petición, que lo que más le complacía de ella era su pobreza, pues
lo mejor es casarse con una mujer pobre para poder dominarla y
recordarle el bien que se le ha hecho?
​—Pero… —exclamó Lujine, trastornado por la
cólera—. ¡Oh, qué modo de desnaturalizar mi pensamiento! Perdóneme,
pero puedo asegurarle que las noticias que han llegado a usted
sobre este punto no tienen la menor sombra de fundamento. Ya sé
dónde está el origen del mal… Por lo menos, lo supongo… Se lo diré
francamente. Me pareció que su madre, pese a sus excelentes
prendas, poseía un espíritu un tanto exaltado y propenso a las
novelerías. Sin embargo, estaba muy lejos de creer que pudiera
interpretar mis palabras con tanta inexactitud y que, al
citarlas,
alterase de tal modo su sentido. Además… —¡Óigame!
—bramó el joven, levantando la cabeza de la almohada y fijando en
Lujine una mirada ardiente—. ¡Escuche!
—Usted dirá. Lujine pronunció estas palabras en un
tono de reto. A ellas siguió un silencio que
duró varios segundos. —Pues lo que quiero que sepa
es que si usted se permite decir una palabra más
contra mi madre, lo echo escaleras abajo. —¡Pero
Rodia! —exclamó Rasumikhine.
—¡Si, escaleras abajo! Lujine había palidecido y se
mordía los labios.
—Óigame, señor —comenzó a decir, haciendo un gran
esfuerzo por dominarse—: la acogida que usted me ha dispensado me
ha demostrado claramente y desde el primer momento su enemistad
hacia mí, y si he prolongado la visita ha sido solamente para
acabar de cerciorarme. Habría perdonado muchas cosas a un enfermo,
a un pariente; pero, después de lo ocurrido, ¡ni pensarlo! —¡Yo no
estoy enfermo! —exclamó Raskolnikof.
—¡Peor que peor! —¡Váyase al diablo!
Lujine no había esperado esta invitación. Se
deslizaba ya entre la silla y la mesa. Esta vez, Rasumikhine se
levantó para dejarlo pasar. Lujine no se dignó mirarle y salió sin
ni siquiera saludar a Zosimof, que desde hacía unos momentos le
estaba diciendo por señas que dejara al enfermo tranquilo. Al verle
alejarse con la cabeza
baja, era fácil comprender que no olvidaría la
terrible ofensa recibida. —¡Vaya un modo de conducirse! —dijo
Rasumikhine al enfermo, sacudiendo la
cabeza con un gesto de preocupación. —¡Déjame!
¡Dejadme todos! —gritó Raskolnikof en un arrebato de ira—. ¿Me
dejaréis de una vez, verdugos? No creáis que os temo. Ahora ya no
temo a nadie, ¡a nadie! ¡Marchaos! ¡Quiero estar solo! ¿Lo oís?
¡Solo! —Vámonos —dijo Zosimof a Rasumikhine.
—Pero ¿lo vamos a dejar así?
—Vámonos.
​Rasumikhine reflexionó un momento. Después siguió
a Zosimof.
Cuando estuvieron en la escalera, el doctor dijo:
—Si no le hubiésemos obedecido, habría sido peor. No hay que
irritarlo.
—Pero ¿qué tiene? —Le convendría una impresión
fuerte que le sacara de sus pensamientos. Ahora habría sido capaz
de todo… Algo le preocupa profundamente. Es una obsesión que te
corroe y te exaspera. Eso es lo que más me
inquieta. —Tal vez este señor Piotr Petrovitch tenga algo que ver
con ello. De la conversación que ha sostenido con él se desprende
que se va a casar con la hermana
de Rodia y que nuestro amigo se ha enterado de ello
poco antes de su enfermedad. —Sí, es el diablo el que lo ha traído,
pues su visita lo ha echado todo a perder. Y ¿has observado que,
aunque parece indiferente a todo, hay una cosa que le saca de
su
mutismo? Ese crimen… Oír hablar de él le pone fuera
de sí. —Lo he notado en seguida —respondió Rasumikhine—. Presta
atención y se inquieta. Precisamente se puso enfermo el día en que
oyó hablar de ese asunto en la
comisaría. Incluso se desvaneció. —Ven esta noche a
mi casa. Quiero que me cuentes detalladamente todo eso. Me interesa
mucho. Yo también tengo algo que contarte. Volveré a verle dentro
de media
hora. Por el momento no hay que temer ningún
trastorno cerebral grave. —Gracias por todo. Ahora voy a ver a
Pachenka. Diré a Nastasia que lo vigile. Cuando sus amigos se
fueron, Raskolnikof dirigió una mirada llena de angustiosa
impaciencia hasta Nastasia, pero ella no parecía dispuesta a
marcharse.
—¿Te traigo ya el té? —preguntó. —Después. Ahora
quiero dormir. Vete.
Se volvió hacia la pared con un movimiento
convulsivo, y Nastasia salió del aposento.

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